martes, 4 de diciembre de 2018

Cantabria, de vuelta

Hay lugares a los que uno vuelve una y mil veces porque siempre descubre en ellos un rincón desconocido, un paraje singular, un pueblo cargado de pasado, de especial belleza. Y otros a los que vuelves sabiendo que vas a recorrer los mismos espacios que has visitado en otras ocasiones, en los que no esperas ni necesitas encontrar nada nuevo, nada sorprendente, porque estar allí, sin más, es tan milagroso, tan deslumbrante, que vas como iría un niño, porque sí, sin que nada justifique especialmente el viaje; como si los pies, como autómatas, te llevaran solos. Cantabria te atrae de esa manera y según te vas acercando a ella sabes, aún antes de llegar, que con seguridad volverás de nuevo.


                                                                    Eremitorio Santos Justo y Pastor   
          Julio ha sido este año un buen mes para hacer un breve recorrido norteño; partiendo de Madrid tuvimos la primera parada en Santa Mª de Mave y en Olleros de Pisuerga, aún en Castilla, provincia de Palencia, para recorrer dos joyas de tiempos ya remotos: la iglesia de Santa María la Real de Mave, ejemplo ideal de románico palentino del siglo XIII, y el eremitorio de los Santos Justo y Pastor, con un pequeño templo del  siglo VII excavado en la roca, de doble nave, columnata y coro, magníficamente conservado. En ambos casos nos atendió un propio del lugar; seco, con prisa, sin dar pie a comentario alguno sobre la belleza del templo y del entorno el del primero; también con prisa, pero abierto, parlanchín, relajado y muy agradable, el del segundo.
                                  San Salvador de Cantamuda                                                                Puentenansa
     Tras comer en Aguilar de Campoo, la ruta dejó atrás Palencia por tierras de Cervera del Pisuerga y de San Salvador de Cantamuda –excepcional su hermosa colegiata, de finales del siglo XII–, para adentrarnos en Cantabria entre vacas tudancas, verdor salvaje, lluvia y –al menos hoy– una niebla impenetrable. 
     Primer destino, primera noche, Puentenansa, un pueblito cántabro junto al río Nansa de bellas casonas y excepcional paisaje. Desde allí, al día siguiente y con sol espléndido, un paseo hasta Carmona y su mirador, a no más de cinco kilómetros, para admirar de nuevo la Cantabria profunda, la arquitectura rural más pura, los horizontes de una magnífica grandeza. 


                                      Carmona                                                                               Cueva El Soplao
    Tras un buen ascenso otro punto de un paisaje indescriptible: el que se divisa desde el acceso a la cueva de El Soplao, única por el tipo de formaciones geológicas que allí se encuentran. Con más de 20 km. de galerías, contiene, aparte de las clásicas estalactitas y estalagmitas, dos tipos de formaciones cálcicas que son difíciles de encontrar: por un lado, excéntricas que crecen en todas direcciones; por otro, hermosas bandas traslúcidas que cuelgan a modo de bandera. La cueva fue descubierta a principios del siglo XX por mineros durante las perforaciones de la mina de blenda y de galena (menas del zinc y el plomo respectivamente) allí ubicada y su nombre proviene de las fuertes corrientes de aire que se generaban en las cavidades que iban encontrando al avanzar en su trabajo. 

     De nuevo al aire libre y tras pocos kilómetros más, el mar y San Vicente de la Barquera, con sus aguas enredadas entre islotes y marismas, con sus vistas sorprendentes, sus pendientes imposibles, su olor a océano, a rabas y sardinas. 
                                              San Vicente de la Barquera                                                                    Atardecer
     Hay que visitar la playa de Prellezo, muy cercana a San Vicente, recóndita y protegida de los vientos; un lugar paradisíaco, de esos que nos empeñamos tantas veces en buscar en el Caribe y que sin embargo tenemos aquí, a un paso, en casa propia. Y hay que pasear, como así hicimos, por Comillas, su parque y su Capricho, y por Santillana, para degustar, ya tarde y a pesar de los turistas, su típica merienda pasiega de leche con sobao o bizcocho. 
                                         Prellezo                                                                              Santillana del Mar
    Desde San Vicente, tras tres noches de atardeceres mágicos, camino a Langre, en busca de playa y más atardeceres. Langre, a pocos kilómetros de Santander siempre que se haga de puerto a puerto en pedreñera –o en las Reginas, como también las llaman–, es una breve aldea, llena de maizales, casonas aisladas, de alguna que otra casa rural y pocos establecimientos hoteleros. Un paraíso. Y con una playa impresionante, un acantilado espléndido, un ambiente semisalvaje, único. Y unas puestas de sol de absoluto infarto.
                         Acantilados y Playa de Langre                                                     Puesta de sol en Langre
     Santander tampoco desmerece, claro está; aunque le haya crecido un ultramoderno centro cultural en pleno puerto, quizá algo más propio de otro entorno menos clásico. Esperemos que la cultura que destile balancee el destrozo de la antes tan tradicional y relajante vista urbana.
                   Pedreñeras frente a Santander                                                 Muelle y Centro Botín - Santander
     De la mesa, innecesario hablar gran cosa; todo a punto y exquisito, desde los caricos estofados y el cocido montañés de primer plato, a los apetitosos segundos de pescado, con el sorropotún de bonito o las sencillas y delicadas rabas como estrellas; y de postre, cualquier queso de la tierra, un pastel, cuajada verdadera o bien, quesada, todo artesanal y con leche de la zona. Una delicia para disfrutar de un caluroso verano, que allí, para colmo, es tan suave como el terciopelo.
     La vuelta a Madrid por montes y verdes valles pasiegos, aprovechando para visitar por el camino la espectacular cueva de Ojoguareña, la comarca de Valderredible, con la graciosa Orbaneja del Castillo –parada y fonda– y la extraordinaria colegiata de San Martín de Elines –con un excepcional guía– como puntos inevitables de la ruta. Para postre y fin del viaje, Burgos y su hermosa catedral; y Aranda de Duero, donde además hicimos acopio de morcilla burgalesa y buenos embutidos. Un lujo. 
                                        San Martín de Elines                                                                   Catedral de Burgos

No hay comentarios:

Publicar un comentario