Hay
lugares a los que uno vuelve una y mil veces porque siempre descubre en ellos
un rincón desconocido, un paraje singular, un pueblo cargado de pasado, de
especial belleza. Y otros a los que vuelves sabiendo que vas a recorrer los
mismos espacios que has visitado en otras ocasiones, en los que no esperas ni
necesitas encontrar nada nuevo, nada sorprendente, porque estar allí, sin más,
es tan milagroso, tan deslumbrante, que vas como iría un niño, porque sí, sin
que nada justifique especialmente el viaje; como si los pies, como autómatas,
te llevaran solos. Cantabria te atrae de esa manera y según te vas acercando a
ella sabes, aún antes de llegar, que con seguridad volverás de nuevo.
Eremitorio Santos Justo y Pastor
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Julio
ha sido este año un buen mes para hacer un breve recorrido norteño; partiendo
de Madrid tuvimos la primera parada en Santa Mª de Mave y en Olleros de
Pisuerga, aún en Castilla, provincia de Palencia, para recorrer dos joyas de
tiempos ya remotos: la iglesia de Santa María la Real de Mave, ejemplo ideal de
románico palentino del siglo XIII, y el eremitorio de los Santos Justo y
Pastor, con un pequeño templo del siglo
VII excavado en la roca, de doble nave, columnata y coro, magníficamente
conservado. En ambos casos nos atendió un propio del lugar; seco, con prisa,
sin dar pie a comentario alguno sobre la belleza del templo y del entorno el
del primero; también con prisa, pero abierto, parlanchín, relajado y muy
agradable, el del segundo.
San Salvador de Cantamuda Puentenansa
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Tras
comer en Aguilar de Campoo, la ruta dejó atrás Palencia por tierras de Cervera
del Pisuerga y de San Salvador de Cantamuda –excepcional su hermosa colegiata,
de finales del siglo XII–, para adentrarnos en Cantabria entre vacas tudancas,
verdor salvaje, lluvia y –al menos hoy– una niebla impenetrable.
Primer destino, primera noche,
Puentenansa, un pueblito cántabro junto al río Nansa de bellas casonas y
excepcional paisaje. Desde allí, al día siguiente y con sol espléndido, un
paseo hasta Carmona y su mirador, a no más de cinco kilómetros, para admirar de
nuevo la Cantabria profunda, la arquitectura rural más pura, los horizontes de
una magnífica grandeza.
Carmona Cueva El Soplao
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Tras
un buen ascenso otro punto de un paisaje indescriptible: el que se divisa desde
el acceso a la cueva de El Soplao, única por el tipo de formaciones geológicas
que allí se encuentran. Con más de 20 km. de galerías, contiene, aparte de las
clásicas estalactitas y estalagmitas, dos tipos de formaciones cálcicas que son
difíciles de encontrar: por un lado, excéntricas que crecen en todas
direcciones; por otro, hermosas bandas traslúcidas que cuelgan a modo de
bandera. La cueva fue descubierta a principios del siglo XX por mineros durante
las perforaciones de la mina de blenda y de galena (menas del zinc y el plomo
respectivamente) allí ubicada y su nombre proviene de las fuertes corrientes de
aire que se generaban en las cavidades que iban encontrando al avanzar en su
trabajo.
De
nuevo al aire libre y tras pocos kilómetros más, el mar y San Vicente de la
Barquera, con sus aguas enredadas entre islotes y marismas, con sus vistas
sorprendentes, sus pendientes imposibles, su olor a océano, a rabas y sardinas.
San Vicente de la Barquera Atardecer
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Hay
que visitar la playa de Prellezo, muy cercana a San Vicente, recóndita y
protegida de los vientos; un lugar paradisíaco, de esos que nos empeñamos tantas veces en buscar en
el Caribe y que sin embargo tenemos aquí, a un paso, en casa propia. Y hay que
pasear, como así hicimos, por Comillas, su parque y su Capricho, y por
Santillana, para degustar, ya tarde y a pesar de los turistas, su típica merienda
pasiega de leche con sobao o bizcocho.
Prellezo Santillana del Mar
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Desde San Vicente, tras tres noches
de atardeceres mágicos, camino a Langre, en busca de playa y más atardeceres.
Langre, a pocos kilómetros de Santander siempre que se haga de puerto a puerto
en pedreñera –o en las Reginas, como también las llaman–, es una breve aldea,
llena de maizales, casonas aisladas, de alguna que otra casa rural y pocos
establecimientos hoteleros. Un paraíso. Y con una playa impresionante, un
acantilado espléndido, un ambiente semisalvaje, único. Y unas puestas de sol de
absoluto infarto.
Acantilados y Playa de Langre Puesta de sol en Langre
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Santander
tampoco desmerece, claro está; aunque le haya crecido un ultramoderno centro
cultural en pleno puerto, quizá algo más propio de otro entorno menos clásico.
Esperemos que la cultura que destile balancee el destrozo de la antes tan
tradicional y relajante vista urbana.
Pedreñeras frente a Santander Muelle y Centro Botín - Santander
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De
la mesa, innecesario hablar gran cosa; todo a punto y exquisito, desde los
caricos estofados y el cocido montañés de primer plato, a los apetitosos
segundos de pescado, con el sorropotún de bonito o las sencillas y delicadas
rabas como estrellas; y de postre, cualquier queso de la tierra, un pastel,
cuajada verdadera o bien, quesada, todo artesanal y con leche de la zona. Una
delicia para disfrutar de un caluroso verano, que allí, para colmo, es tan
suave como el terciopelo.
La vuelta a Madrid por montes y
verdes valles pasiegos, aprovechando para visitar por el camino la espectacular
cueva de Ojoguareña, la comarca de Valderredible, con la graciosa Orbaneja del
Castillo –parada y fonda– y la extraordinaria colegiata de San Martín de Elines
–con un excepcional guía– como puntos inevitables de la ruta. Para postre y fin
del viaje, Burgos y su hermosa catedral; y Aranda de Duero, donde además
hicimos acopio de morcilla burgalesa y buenos embutidos. Un lujo.
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