Tiene San
Petersburgo algo de Venecia, como también lo tienen Amsterdam, Brujas o Delft,
como dicen que lo tiene también Birmingham, una ciudad que no conozco situada en
pleno centro de Inglaterra, y como ocurre según creo con multitud de pequeñas
poblaciones francesas, belgas y holandesas. Y es absoluta y escandalosamente
monumental, emulando y quizá superando en palacios y edificios ostentosos a
Viena e incluso al mismísimo París. Pero también hay algo de pueblerino, algo
que la hace muy cercana, mucho más de lo que cabría esperar de una megalópolis
de más de cinco millones de habitantes, que fue en tiempos capital del imperio
zarista y que tras quedarse sin santo –pasó a llamarse Petrogrado– y dejar de
homenajear a Lenin –como Leningrado– ha vuelto a su nombre de bautismo y
quedado finalmente para el mundo como la ciudad-joya de la Rusia moderna.
Plaza Roja, Moscú Avenida Nevski, San Petersburgo
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San Petersburgo es cosmopolita y eso
se nota especialmente cuando se llega a ella tras visitar Moscú, la capital
rusa, tan roja en su interior –Plaza Roja y Kremlin– pero tan gris y
apabullantemente oscura en sus calles y avenidas, en sus barrios y edificios. Y
se nota aún más si se recorre la gran avenida Nevsky, plagada de comercios,
llena de bullicio, de gentes que van y vienen, de músicos que se instalan en
sus aceras para sacar a la calle su arte y sus composiciones, de bocas de metro
atragantadas de viajeros; plagada también, como parece que toda Rusia, de
policías y soldados, de algún que otro sin techo, de más de un mendigo.
Puente levadizo sobre el Neva |
Impresiona
pensar en el momento, allá por los inicios del siglo XVIII, en que a un zar
visionario –y casi seguramente medio loco– se le ocurrió la idea de construir desde
la nada esta gran ciudad en la desembocadura de un río tan caudaloso como el Neva,
con un delta plagado de islas y canales y con un lecho formado por marismas
bajo las que no quiero ni pensar en las decenas de miles de siervos que
perderían la vida durante los años de diseño y construcción de algo tan
abrumadoramente complejo. Ese zar, Pedro el Grande, aparece por doquier, en estatuas y en
referencias en sus muchos monumentos, no sé si para recordarle con orgullo o
para afearle la brutal idea de construir esta urbe a base de sudor, sangre y
sufrimiento.
Peterhof Palacio Catalina, Pushkin
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Hay monumentos de un tamaño
indescriptible, de una belleza incomparable. El principal el gran museo del
Ermitage, el que antes fue Palacio de Invierno de los zares, que alberga un
conglomerado inabarcable de obras de arte, de salas decoradas con oro y cristal
hasta el exceso, con piezas artísticas que recuerdan a todas y cada una de las
culturas que en el mundo han sido. Un palacio de mil cien habitaciones que
ahora, al verlo en plena temporada turística, resulta medio imposible de
apreciar en toda su grandeza, dada la avalancha y las riadas continuadas de
turistas. Y como él, otros edificios y construcciones tan monumentales como la
Iglesia del Salvador sobre la Sangre Derramada –toda ella decorada con pinturas
e iconos–, la Iglesia de San Isaac –con su inmensa cúpula revestida de 100
kilos de oro–, la isla Zayachy, con la Fortaleza de Pedro y Pablo y la
imponente aguja de su catedral, los puentes levadizos sobre el Neva, la
catedral de Nuestra Señora de Kazán, el Astillero, la Flecha de la Isla
Vasilievsky con sus dos Columnas Rostrales y su espectacular vista del malecón
del Neva...
Palacio Catalina: Salón de Baile y Salón de Ámbar
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También
los hay en las afueras de San Petersburgo, como el esplendoroso palacio de
verano de la ciudad de Pushkin, 24 kilómetros al sur, un regalo que le hizo
Pedro el Grande a Catalina I, su segunda esposa, y que supone un despliegue
descomunal de riqueza y decorados, con una sala de baile de cerca de mil metros
cuadrados atiborrada de espejos, lámparas y molduras recubiertas de oro puro;
con otra sala cuyas paredes están totalmente decoradas con ámbar; y con unos
jardines y construcciones anexas que resultan de inigualable belleza. O como el
Palacio y los versallescos jardines Peterhof, a orillas del golfo de Finlandia,
que es como el anterior, Patrimonio de la Humanidad, y que junto a él ha tenido
que ser restaurado en su totalidad tras la devastación sufrida a manos de los
nazis tras el cerco y posterior retirada de Leningrado durante la Segunda
Guerra Mundial.
Metro de San Petersburgo |
No
tiene la ciudad un metro tan abrumadoramente palaciego como el de Moscú, hecho
a mayor gloria de Stalin durante los años 30 del siglo XX, pero sus estaciones, más modernas, tienen una estructura similar, algunas también profusamente decoradas, y líneas
a profundidades que te dejan helado, pues alguna alcanza los 110 metros, dada
la necesidad de cruzar por debajo de los canales y del caudaloso Neva. Pero tiene sin duda lo que su creador Pedro el Grande
debió de pretender; que San Petersburgo fuera la ciudad más europea de Rusia,
que fuese espejo de su poderío y grandeza y motivo principal por el que hacer
un viaje a estas lejanas tierras.
Palacio de Invierno (Ermitage) |
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