jueves, 6 de diciembre de 2018

San Petersburgo, pasando por Moscú

Tiene San Petersburgo algo de Venecia, como también lo tienen Amsterdam, Brujas o Delft, como dicen que lo tiene también Birmingham, una ciudad que no conozco situada en pleno centro de Inglaterra, y como ocurre según creo con multitud de pequeñas poblaciones francesas, belgas y holandesas. Y es absoluta y escandalosamente monumental, emulando y quizá superando en palacios y edificios ostentosos a Viena e incluso al mismísimo París. Pero también hay algo de pueblerino, algo que la hace muy cercana, mucho más de lo que cabría esperar de una megalópolis de más de cinco millones de habitantes, que fue en tiempos capital del imperio zarista y que tras quedarse sin santo –pasó a llamarse Petrogrado– y dejar de homenajear a Lenin –como Leningrado– ha vuelto a su nombre de bautismo y quedado finalmente para el mundo como la ciudad-joya de la Rusia moderna.

                                   Plaza Roja, Moscú                                                        Avenida Nevski, San Petersburgo
    San Petersburgo es cosmopolita y eso se nota especialmente cuando se llega a ella tras visitar Moscú, la capital rusa, tan roja en su interior –Plaza Roja y Kremlin– pero tan gris y apabullantemente oscura en sus calles y avenidas, en sus barrios y edificios. Y se nota aún más si se recorre la gran avenida Nevsky, plagada de comercios, llena de bullicio, de gentes que van y vienen, de músicos que se instalan en sus aceras para sacar a la calle su arte y sus composiciones, de bocas de metro atragantadas de viajeros; plagada también, como parece que toda Rusia, de policías y soldados, de algún que otro sin techo, de más de un mendigo. 
Puente levadizo sobre el Neva
    Impresiona pensar en el momento, allá por los inicios del siglo XVIII, en que a un zar visionario –y casi seguramente medio loco– se le ocurrió la idea de construir desde la nada esta gran ciudad en la desembocadura de un río tan caudaloso como el Neva, con un delta plagado de islas y canales y con un lecho formado por marismas bajo las que no quiero ni pensar en las decenas de miles de siervos que perderían la vida durante los años de diseño y construcción de algo tan abrumadoramente complejo. Ese zar, Pedro el Grande, aparece por doquier, en estatuas y en referencias en sus muchos monumentos, no sé si para recordarle con orgullo o para afearle la brutal idea de construir esta urbe a base de sudor, sangre y sufrimiento.
                                Peterhof                                                                                Palacio Catalina, Pushkin
    Hay monumentos de un tamaño indescriptible, de una belleza incomparable. El principal el gran museo del Ermitage, el que antes fue Palacio de Invierno de los zares, que alberga un conglomerado inabarcable de obras de arte, de salas decoradas con oro y cristal hasta el exceso, con piezas artísticas que recuerdan a todas y cada una de las culturas que en el mundo han sido. Un palacio de mil cien habitaciones que ahora, al verlo en plena temporada turística, resulta medio imposible de apreciar en toda su grandeza, dada la avalancha y las riadas continuadas de turistas. Y como él, otros edificios y construcciones tan monumentales como la Iglesia del Salvador sobre la Sangre Derramada –toda ella decorada con pinturas e iconos–, la Iglesia de San Isaac –con su inmensa cúpula revestida de 100 kilos de oro–, la isla Zayachy, con la Fortaleza de Pedro y Pablo y la imponente aguja de su catedral, los puentes levadizos sobre el Neva, la catedral de Nuestra Señora de Kazán, el Astillero, la Flecha de la Isla Vasilievsky con sus dos Columnas Rostrales y su espectacular vista del malecón del Neva... 
Palacio Catalina: Salón de Baile y Salón de Ámbar
       También los hay en las afueras de San Petersburgo, como el esplendoroso palacio de verano de la ciudad de Pushkin, 24 kilómetros al sur, un regalo que le hizo Pedro el Grande a Catalina I, su segunda esposa, y que supone un despliegue descomunal de riqueza y decorados, con una sala de baile de cerca de mil metros cuadrados atiborrada de espejos, lámparas y molduras recubiertas de oro puro; con otra sala cuyas paredes están totalmente decoradas con ámbar; y con unos jardines y construcciones anexas que resultan de inigualable belleza. O como el Palacio y los versallescos jardines Peterhof, a orillas del golfo de Finlandia, que es como el anterior, Patrimonio de la Humanidad, y que junto a él ha tenido que ser restaurado en su totalidad tras la devastación sufrida a manos de los nazis tras el cerco y posterior retirada de Leningrado durante la Segunda Guerra Mundial. 
Metro de San Petersburgo
                 El río Neva y la catedral de San Isaac                     Iglesia de San Salvador de la Sangre Derramada   
      No tiene la ciudad un metro tan abrumadoramente palaciego como el de Moscú, hecho a mayor gloria de Stalin durante los años 30 del siglo XX, pero sus estaciones, más modernas, tienen una estructura similar, algunas también profusamente decoradas, y líneas a profundidades que te dejan helado, pues alguna alcanza los 110 metros, dada la necesidad de cruzar por debajo de los canales y del caudaloso Neva.  Pero tiene sin duda lo que su creador  Pedro el Grande debió de pretender;  que San Petersburgo fuera la ciudad más europea de Rusia, que fuese espejo  de  su  poderío y grandeza y motivo principal por el que hacer un viaje a estas lejanas tierras.  
Palacio de Invierno (Ermitage)

    

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