domingo, 1 de octubre de 2017

De turismo en Noruega

Una semana en Noruega y uno vuelve a Madrid con el verdor de los campos y el correr del agua metidos hasta el tuétano. Y es que es verdaderamente asombroso el contraste que hay entre la desbordante vegetación, los bosques y praderas de la taiga escandinava y la tan escasa arboleda y seca estampa que nos ofrece la estepa castellana. Y no digamos nada respecto al continuo discurrir del agua, ya sea en forma de elevadas cascadas o impetuosos ríos, de profundos y extensos lagos o de silenciosos y penetrantes fiordos, si los comparamos con nuestros más que secos arroyos, ríos y embalses peninsulares. Un clima duro –durísimo– en invierno, que gracias a un verdadero milagro de la naturaleza transforma en época estival el territorio en un idílico edén, donde la vegetación, el peculiar caserío, las montañas y formaciones rocosas y el agua, hacen de una geografía inhóspita un absoluto vergel. Y eso que ahora, y aunque aún dominaban, los verdes empezaban ya a tornarse en algunos puntos amarillos, pardos e incluso rojos, debido a la todavía incipiente caída otoñal de la hoja. Y en consecuencia, un espectáculo de colorido y contrastes.     

Jardines Vigeland  y  Escalera de los Trolls
     La capital, Oslo, es una ciudad oscura, más bien sosa, aparentemente desvitalizada y amenizada principalmente por el ir y venir de los pocos turistas que vamos del Ayuntamiento al Palacio Real, del puerto a los jardines del Teatro Nacional. Algo más de vida, aunque también turística, se aprecia en los famosos jardines de Vigeland; pero la incipiente algarabía queda irremisiblemente contenida por la severidad de las estatuas del gran escultor noruego: el nacimiento, la juventud, la madurez, la vejez y la muerte que plasmó en sus graníticas obras se vieron además en nuestro caso acompañadas por un día a tono, nuboso y de apariencia casi sepulcral.

     Dejado atrás Oslo, el camino hacia Oppland ofrece ya la primera visión de lo que vamos a ir encontrando a lo largo de todo el recorrido: hermosas casitas, como de cuento, montes oscuros de magnetita forrados de abedules, cascadas sin fin, lagos y ríos, muchísimos ríos. En Lillehammer, donde hacemos una breve parada, la lluvia no cesa, mostrándonos por un día el tiempo habitual que impera en estas tierras y que en fechas subsiguientes será sin embargo mucho más benévolo. Dombås y su entorno nos ofrecen más tarde un punto de respiro en nuestro discurrir hacia el norte, así como el disfrute por la visita a una de las 28 iglesias medievales de madera que aún restan en Noruega, algunas de ellas declaradas  Patrimonio de la Humanidad.

   Desde Oppland, la ruta nos lleva a la Escalera de los Trolls (en Noruega estos duendecillos son patrimonio nacional y están por todas partes), una escarpada subida de paisaje espectacular y once peligrosísimas curvas, con tramos en que solo cabe un coche y que finaliza en un centro turístico con mirador sobre un abismo de origen glaciar que a más de uno puso los pelos de punta. En estos dos vídeos un motorista y un skater graban su  bajada por la Escalera:
www.youtube.com/watch?v=xTlsgKVilYI
www.youtube.com/watch?v=-RRajODlCSE&feature=youtu.be

    Tras el ascenso por tan vertiginosa carretera seguimos la ruta que conduce a Geiranger, donde nos embarcamos para realizar un idílico recorrido por el fiordo al que da nombre esa población, declarado Patrimonio de la Humanidad.

Fiordo Geiranger  y  Glaciar de Jostedal 
     La siguiente escala fue para visitar el glaciar de Jostedal, el mayor del continente europeo, que aunque ocupa nada menos que 485 Km2 va viendo con el paso de los años cómo se van retrayendo sus brazos. Nos acercamos a la denominada lengua de Briksdal y aunque no se puede acceder a la propia lengua del glaciar debido a la peligrosidad ante roturas y avalanchas de hielo, el recorrido de unos 3 Km. desde el aparcamiento hasta el lago formado por el deshielo del glaciar es espectacular; como también lo fue el vendaval que ese día se registraba en la orilla del lago y que hacía muy difícil mantener el equilibrio a quienes queríamos aprovechar para fotografiar tan bello espectáculo natural. Al día siguiente nos acercamos a otra de las lenguas del glaciar, la denominada lengua Bøya, como preámbulo a la visita al Museo Noruego de los Glaciares, donde puede uno informarse sobre la formación en época remota y la evolución de estos monstruos de hielo.

     La tarde de ese mismo día la dedicamos a subir en tren por las escarpadas laderas que se encuentran en torno al pueblecito de Flåm; situado a nivel del mar, junto al fiordo de Sogn (fiordo de los Sueños), este pueblo es famoso por el tren que asciende hasta lo alto de la estación de montaña de Myrdal, a 867 m. de altura. Al final de su recorrido, en una breve parada que el tren realiza en la estación de Kårdal, los viajeros pueden bajar durante unos minutos para disfrutar de la gran cascada que justo allí mismo se precipita hacia el valle. 
Cascada de Kårdal  e  Iglesia de Borgund
      Durante todo el viaje fuimos además haciendo breves paradas para visitar las iglesias medievales que se encontraban cerca de nuestra ruta, todas ellas muy bien conservadas y algunas, como ya he dicho, declaradas patrimonio de la Humanidad por la Unesco.

      El siguiente paso, tras atravesar por segunda vez el increíble túnel de Lærdal, de 24,5 Km. de largo, fue recorrer a lo largo de dos horas de travesía marítima el famosísimo fiordo de los Sueños, otro patrimonio más de la Humanidad. Sus laderas, de montes de piedra oscura debido al mineral de hierro de que están compuestos y de un verdor insuperable debido a su vegetación de abedules, thujas, abetos, pinos y pinsapos, contrasta con el azul de sus aguas, todo enmarcado en una quietud y una paz paradisíacas.

Fiordo de los Sueños y Barrio Hanseático de Bergen

     Acabamos el viaje visitando la ciudad de Bergen, medio bloqueada el día de nuestra llegada por celebrarse el Campeonato Mundial de Ciclismo. Es ésta una ciudad portuaria de gran belleza, ubicada en la costa sudoeste de Noruega y rodeada de siete colinas; adquirió importancia en el siglo XII gracias al comercio del bacalao a través de mercaderes de la Liga Hanseática, que se instalaron junto al puerto, levantando un pequeño barrio. Ese mismo barrio, destruido por un incendio en 1702, fue reconstruido durante el siglo XVIII y es hoy motivo de visita obligada, pues conserva el encanto de sus suelos y casas de madera pintada. No pudimos ver sin embargo el famoso mercado de pescado, debido a que la remodelación de la zona para adaptar la ciudad al campeonato ciclista había obligado a cerrarlo temporalmente; pero sí pudimos, en un magnífico puesto de venta instalado en la oficina de turismo comprar unas buenas porciones de salmón y arenque ahumados de primerísima calidad. Un buen y sabroso bocado que ha prolongado el recuerdo de tan agradable visita.

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