¡Qué pena,
qué inmensa pena! Llevar como llevamos, años dándole vueltas al problema de los
independentismos, haberse aprovechado de sus votos en el Parlamento para
sostener gobiernos del PP y del PSOE a cambio de concesiones que jamás deberían
haberse hecho fuera de lo que establece la Constitución y los estatutos de
autonomía, no haber sabido encontrar una estructura territorial definitiva de
nuestro Estado ni haber sido capaces de anclarse firmemente en el diálogo, de investigar
salidas, de tratar siempre de unir en vez de separar.
Supe de la existencia del idioma
catalán a través de la música; primero, y aunque en valenciano, con Raimon, a mis
17 años; poco más tarde con Joan Manuel Serrat, María del Mar Bonet y Marina
Rosell; después con Lluis Llach. Me enamoré de su música, compartí su rechazo
al franquismo, la defensa de su pueblo –que no de naciones ni banderas–,
de la poesía de sus canciones, del acento y la fuerza con que las cantaban. Y deseé conocer esa tierra que
daba tan grandes cantautores, una tierra que en mi imaginario personal se fue
consolidando como un modelo para España.
Y tuve la suerte de años después
trabajar en Barcelona, en un proyecto que durante dos años me llevó a vivir en
la calle Madrazo de la capital, a trabajar en un edificio de la Vía Augusta, a disfrutar tarde
tras tarde de los jardines del cercano Turó Parc y de la amplitud y grandiosidad de la Diagonal; y de las obras de Gaudí y los bellísimos
paisajes otoñales gerundenses, del Pirineo leridano, de la costa y de
sus playas, desde Platja d'Aro a Arenys de Mar, desde la playa de Pals a la de
Sitges. Y allí conocí a gente encantadora, a Joan, a Ernest, a Jordi, a María
Teresa, a Angels, a Demetrio, a Fernando; gentes con las que trabajé, con las que conviví,
a las que ayudé y que me ayudaron.
En Barcelona, aunque nacieran en
Madrid, se hicieron mis hijos; allí labré mi futuro profesional y allí he
vuelto en múltiples ocasiones, incluso a veranear cuando aún nadie lo hacía,
cuando los hoteles de postín ofertaban precios agresivos en verano para tratar de atraer
un turismo entonces aún casi inexistente. Allí pasé tardes enteras fotografiando
edificios modernistas para después escribir sobre los mismos; edificios tan
verdaderamente catalanes, tan espléndidos y admirables como las casas Milá, Batlló
y Calvet, las Vicens, Comalat, Ametller y Lleó i Morera; como los palacios de la
Música, Güell o Baró de Quadras; el Hospital de Sant Pau, el Parque Güell o la
Sagrada Familia. Esos, los más conocidos, y varias decenas más desperdigados a lo largo y ancho del Eixample.
Años después he ido retornando para
ver la evolución de una ciudad que amaba y amo, para disfrutar de su cocina (de
su tradicional pan con tomate, de los caracoles a la llauna y de los calçots,
de la butifarra y las mongetes, de la escalivada y la esqueixada, del fricandó,
de la paella acompañada de un buen cava bebido en porrón, de la anguila del
Delta, de las anchoas de la Escala, de la sangría de cava...), de sus
monumentos, de sus edificios y sus calles. Allí viví las Olimpiadas del 92 bajo un calor sofocante,
disfruté de la apertura al mar de la ciudad, de sus nuevas playas, de sus
magníficos hoteles, de las fachadas de sus edificios, del sin par Paseo de Gracia, de la
hermosísima Rambla de Cataluña, de la recoleta Plaça del Pí, de la pintoresca calle Petrixol, de sus granjas y sus deliciosos cafés suizos...
Y hoy, cuando se produce la ruptura
que ayer, uno de octubre, se manifestó de forma radical, cuando siento que me
desgajan una parte de mi ser, me siento herido, maltratado. Por unos y otros,
por los que se empeñan en irse y por los que se empeñan en no hacer nada para
evitarlo; por los que obran de forma excluyente, casi xenófoba, y por los que
se niegan a dialogar y a palos acaban excluyendo. Una locura. Una sinrazón.
Como sufro y seguiré sufriendo en
los próximos días teniendo por un lado que aguantar los mensajes hirientes, los
memes irrespetuosos, las recomendaciones para que dejemos de consumir estos o
aquellos productos catalanes... Y por otro, sintiendo el desprecio que muchos
de los ciudadanos catalanes manifiestan a diario respecto de los españoles,
como si ser madrileño, asturiano o de Murcia fuera un baldón, un error cometido
por la raza humana.
No lo entiendo, no lo puedo
entender, nunca lo entenderé. Solo deseo que esta situación de ruptura pueda
superarse, que se restablezcan tantos lazos rotos, que se ahonde en la paz y el
entendimiento. Eso al menos trataré yo de hacer siempre con mis limitadas
fuerzas.
¡Un fuerte abrazo, Catalunya!
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