En
ocasiones uno se identifica tan bien con lo que lee que no merece la pena hacer
comentario alguno sobre lo leído ni escribir palabra alguna para glosarlo o
matizarlo; como mucho, y si cabe, un par de frases para expresar tan solo la
conformidad total con lo leído; cualquier otra acción supondría, probablemente,
deteriorar un texto preclaro o desviar la idea de quién tan atinadamente ha
escrito. Así que sin demora, y espero que como colofón al tema de la concesión
del nobel de literatura a Bob Dylan, copio aquí el artículo de Javier Cercas
aparecido en El País Semanal del 6 de noviembre de 2016:
Bob Dylan y los bárbaros - Javier
Cercas (El País, 6/11/16)
PUES SÍ:
yo también creo que la concesión del Nobel de Literatura a Bob Dylan podría ser
una catástrofe; pero no lo creo por lo mismo que lo creen quienes han
protestado por su concesión. Dylan es un escritor enorme: la prueba es que
cuando Allen Ginsberg lo escuchó por vez primera, allá por los años sesenta,
comprendió de golpe que aquel chaval mejoraba cuanto él y los demás poetas
beatniks habían estado haciendo y trató de sobrellevar esa evidencia agridulce
con un proverbio oriental: “Si el discípulo no es mejor que el maestro,
entonces es que el maestro no es bueno”; la prueba es que Nicanor Parra, que
merece el Nobel tanto como lo mereció Ginsberg, declaró que una sola de las
líneas de Dylan merece todos los Nobel de Literatura; la prueba es que sólo
escritores mediocres o académicos (o ambas cosas a la vez) han lamentado el
Nobel de Dylan; la mejor prueba es el montón de canciones inolvidables de
Dylan. Dicho esto, ¿por qué podría ser una catástrofe que se le haya concedido
a Dylan un premio que merece de sobra? Pues porque el Premio Nobel, que
literariamente no tiene la menor importancia, socialmente tiene mucha: tanta
que el de Dylan significa la canonización del rock, su elevación –según ha
escrito uno de los herederos legítimos de Dylan, Joaquín Sabina– a la categoría de alta
cultura.
Es una de
las cosas más peligrosas que le puede ocurrir a un arte. El lugar ideal del
arte está lejos de los museos, de las academias, de las universidades, de los
críticos, de todo lo que goce del prestigio de la alta cultura; el impulso del
arte más fecundo es el impulso bárbaro y sin reglas de un arte nuevo, caótico,
salvaje y popular, no restringido por el prestigio intimidante y los preceptos
de la alta cultura. Es lo que ocurrió con la novela moderna desde su origen
hasta finales del siglo XIX y principios del XX, cuando empezó a considerarse
un arte noble; hasta entonces no lo era: a mediados del XIX las novelas de
Dickens o Balzac no pasaban de ser, para los cultos, entretenimientos frívolos;
y, a juicio de la élite de su época, El Quijote era un best-seller sin
importancia escrito por un autor sin importancia. No se engañen: quienes hoy se
escandalizan por el Nobel a Dylan son los mismos que, de haber existido el
Nobel en el siglo XVII, se hubieran escandalizado si se lo dan a Cervantes (o a
Shakespeare, que en su época apenas era considerado literatura, más o menos como
Dylan ahora).
No estoy
diciendo que a partir de principios del siglo XX no se hayan escrito grandes
novelas; digo que ha sido mucho más difícil escribirlas, y que sólo han
conseguido hacerlo quienes han llevado a cabo una operación casi heroica:
asimilar toda la tradición novelística y, sin dejarse intimidar por su
complejidad, su sofisticación y su prestigio cultural, recuperar la frescura,
la libertad y el espíritu bárbaro y popular que poseía la novela cuando era
todavía un arte sin prestigio y el novelista sólo estaba pendiente de
satisfacerse a sí mismo y a sus lectores. Es algo que ha ocurrido con casi
todas las artes; con el cine, por ejemplo. John Ford y Alfred Hitchcock eran
poco más que simples artesanos de la industria de Hollywood y el cine poco más
que un entretenimiento de barraca de feria hasta que en los años sesenta un
grupo de jóvenes franceses proclamó que el cine es un arte tan digno como la
novela y Ford y Hitchcock dos grandes artistas, y de ese modo canonizaron el
cine y obligaron a los cineastas futuros a bregar con problemas parecidos a los
que desde décadas atrás afrontaban los novelistas.
¿Ocurrirá
lo mismo con rock and roll? ¿Es la canonización de Dylan y su elevación a la
cátedra de la alta cultura un presagio de que está a punto de ocurrir?
¿Empezarán a componer los músicos pensando en los museos, en las academias, en
las universidades y en los críticos, y añadirán las restricciones de la alta
cultura a las que ya les impone el mercado? ¿Van a perder la visceralidad
feliz, la gozosa barbarie y la frescura gamberra que todavía conservan? No lo
sé. Lo que sí sé es que, el día que eso ocurra, el rock estará muerto. Y
nosotros estaremos de luto.
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