viernes, 16 de septiembre de 2016

11 de septiembre

Tres hechos, ocurridos un 11 de septiembre, hacen que recuerde siempre esta fecha como una de las peores de mi existencia y en cierto modo también, del mundo que habitamos; son, cronológicamente, el golpe de Estado en Chile de 1973, la muerte de mi hijo Pablo en 1979 y la destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York en 2001.

       El primero se produjo el mismo año de mi boda con Blanca, exactamente 42 días después, cuando  trabajaba en el Departamento de Física del Estado Sólido de la Universidad Autónoma de Madrid. Supuso un jarro de agua helada para quienes seguíamos con ilusión el proceso iniciado en Chile; y lo fue, tanto por la brutalidad con que se produjo el golpe como por los efectos inmediatos que tuvo: muertes, detenciones, secuestros, desapariciones e implantación de una férrea dictadura militar. Murió durante el golpe el presidente chileno, Salvador Allende, y desapareció con él la posibilidad de experimentar la implantación de un socialismo con rostro humano que contrastase radicalmente con el socialismo "real" –dictatorial– de la URSS y sus satélites.


       El impacto que tuvo el golpe militar chileno en los medios fue amplísimo; por entonces yo compraba semanalmente la revista Triunfo, quizá la más izquierdista de las que por entonces podían publicarse en España y el número de artículos en torno al suceso fue abrumador. Solo hechos como la revolución de los claveles de abril de 1974 en Portugal y la ilusión porque en España ocurriese algo similar a no mucho tardar –cosa que nunca sucedió–, dieron a los que como yo nos  sentíamos muy próximos a los planteamientos de los partidos de izquierda, un leve atisbo de esperanza. Una esperanza que, volviendo a Chile, se encargaron de transmitir, con su música vibrante y comprometida, los componentes de Quilapayún e Inti-Illimani, dos de los grupos musicales que en ese momento plantearon con mayor fuerza la resistencia al golpe militar.

       El segundo hecho fue un drama personal y familiar  inconmensurable. Nuestro hijo Pablo nació el 18 de agosto de 1979, tras un embarazo normal aunque muy duro en sus últimos meses, debido al calor veraniego y las varices, pero llevado con ilusión en Barcelona, a donde nos habíamos trasladado para trabajar durante dos años en un proyecto informático. Recién entrado el mes de agosto, Blanca y yo nos desplazamos de vacaciones a Madrid, casi a punto ya para el parto; por desgracia, y aunque la colocación del feto era correcta, en los últimos días el niño se dio la vuelta, lo que provocó que naciera de nalgas. Blanca sufrió lo indecible y Pablo, aunque aparentemente nació perfectamente, sufrió una falta de riego sanguíneo que le provocó unos daños cerebrales que a los pocos días comenzaron a manifestarse. Empezó a tener dificultad para mamar, fue perdiendo poco a poco los reflejos propios de un recién nacido y acabó a los pocos días en un estado de coma irreversible que le llevó a la muerte el 11 de septiembre, con tan solo 25 días de vida. El impacto fue brutal, mas hubimos de reponernos con rapidez para volver a Barcelona, donde esperaba mi proyecto. Meses después, llegado el mes de abril de 1980, un nuevo embarazo daría por feliz resultado el nacimiento en diciembre de nuestra hija Paula. Antes había escrito estas brevísimas líneas en recuerdo de:       

                   PABLO
Nació, y con su vida un mundo triste,
un mundo sin color y de silencio
dispuesto estaba a terminar.
Un poco de amor lo alimentó
y a cambio, trajo luz,
y una esperanza...
Fue lo justo para ser,
para no ser,
para llenar una vida
y dejarla vacía tras él.
Vino, luchó, venció y se fue.

       Por último, otro terrible suceso acaeció también un 11 de septiembre, el de 2001, cuando diecinueve terroristas de la organización Al Qaeda secuestraron cuatro aviones estadounidenses para usarlos como proyectiles contra objetivos seleccionados. Solo uno de esos aviones, el que había salido de Newark. no llegaría a cumplir su objetivo, que probablemente era impactar contra el Capitolio o la Casa Blanca; el ataque asesino fue frustrado por la tripulación y el pasaje, que provocaron la caída del aparato sobre territorio de Pennsilvania; no hubo víctimas en tierra pero murieron los 44 pasajeros del avión.

            El segundo avión secuestrado, que había partido de Washington, fue dirigido contra el edificio del Pentágono, sede del Departamento de Defensa norteamericano; tras el impacto fallecieron las 64 personas que viajaban en el avión y otras 125 más que se hallaban dentro del edificio, que quedó seriamente dañado.

           Para el tercer atentado los terroristas emplearon los otros dos aviones secuestrados, que habían partido tres cuartos de hora antes de Boston; fue el más terrible de todos por sus devastadores efectos, ya que el impacto y el posterior hundimiento de las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York provocó 2.602 muertes. El balance final fue de 2.992 muertos, 24 desaparecidos y más de 6.000 heridos. Y como siniestro colofón, el inicio de una acción militar en Oriente Medio que ha derivado en una guerra interminable tanto en Afganistán como en Irak y Siria y que ha acabado por extender el terrorismo yihadista a todo el mundo.


            Acabo señalando que también este mismo día 11 de septiembre celebran los catalanes su fiesta nacional (la Diada), conmemoración festiva que rememora sin embargo una derrota. Porque la Diada recuerda la caída de la ciudad de Barcelona en manos de las tropas de Felipe V tras haber sufrido asedio durante catorce meses; un hecho que se produjo el 11 de septiembre de 1714, durante la Guerra de Sucesión española. Meses después de la derrota se promulgaron los Decretos de Nueva Planta (1716), que supusieron la eliminación de las instituciones propias catalanas. La festividad se ha convertido para unos en fecha de reivindicación del derecho a decidir o de reclamación de la independencia; para otros, en un día triste, en especial para los que como yo, nunca quisiéramos que Cataluña optase por separarse de España.

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