domingo, 14 de agosto de 2016

Olimpiadas


Son varios los días que llevo alejado de la escritura y es debido en gran medida a que desde hace unas cuantas jornadas ando sumergido durante horas y horas en el mundo del deporte, viendo pruebas y competiciones de los Juegos Olímpicos de Río.

       Normalmente solo suelo ver por televisión los partidos de fútbol del Madrid y el Barça, así como los de la selección española; el tenis en muy contadas ocasiones (básicamente cuando juega Rafa Nadal) y menos aún, el baloncesto, si acaso y muy de vez en cuando, algún torneo o una final de nuestra selección; y poco más. Pero con motivo de los Juegos la oferta es tan variada y las posibilidades de ver competiciones que habitualmente son ignoradas o andan desparecidas son tan altas, que no resisto la tentación y así ando, sentado en el sofá durante casi todo el día, cambiando de un canal a otro cual poseso.

      Cuando uno ve competiciones y pruebas de estos Juegos –en general de cualquier evento deportivo, pero aún más cuando el evento es tan universal– hay, entre otras consecuencias posibles, dos que son casi inevitables: un subidón del fervor patrio y un afloramiento de la sensibilidad y la emotividad que, aunque habitualmente vivan acalladas, afloran a la piel cada vez que se produce una victoria de los tuyos.

      Lo primero suele producirse incluso entre los más alejados de todo sentimiento nacional y patrio y, para mi mayor pasmo, hasta entre aquellos que a diario se desviven por defender la independencia o la autodeterminación de sus regiones, esos que habitualmente son no solo activos en lo suyo, sino también, beligerantes. En estos días es habitual ver, por ejemplo, cómo se aplaude y se jalea a los deportistas españoles haciendo flamear conjuntamente senyeras y banderas nacionales, algo que resulta casi impensable en la vida diaria catalana y no digamos en épocas tan señaladas como la Diada o por Sant Jordi. Porque dado que 81 de nuestros 305 representantes olímpicos son catalanes (el 26%, seguidos muy de lejos por los madrileños, que suman 36, solo el 12%), lo más habitual es que alguno de ellos sea nuestro representante.

      Lo segundo ocurre cada vez que un español consigue una medalla y sube al podio, suene o no el himno nacional al celebrarlo. Las lágrimas suelen aparecer en los rostros de nuestros deportistas y estoy seguro que también en más de un hogar de más acá de nuestras fronteras; a mí al menos me genera cierta emoción y la piel no es raro que se me ponga de gallina.

      Pero al margen de estas consecuencias, lo que a mí más me interesa y apasiona al verles competir, es pensar en lo que esos hombres y mujeres han tenido que luchar para llegar a una Olimpiada: el trabajo y la tenacidad que ha exigido, la concentración y la renuncia, la constancia y la férrea disciplina, incluso también, el dolor y el sufrimiento. Horas y horas de dedicación que solo algunos podrán ver recompensadas con el éxito, ya sea en forma de medallas o de reconocimiento, y que solo por ello merecen de todo nuestro respeto, de nuestro ánimo y aplauso.   

      Siento yo además una sana envidia de todos ellos. Ahora que han pasado tantos años de mi vida, cuando con la mente me planteo hacer mil cosas que probablemente ni el cuerpo ya resista ni las circunstancias lo permitan, su ejemplo, su voluntad, su empuje y su alegría, el ver con qué perseverancia encaran sus proyectos, me resulta enormemente motivante y me aporta la inyección de adrenalina que a veces uno necesita para renovar los ánimos con que encarar las responsabilidades e ilusiones de la vida. 

      A todos por tanto les deseo mucha suerte y sobre todo, mucha voluntad y un gran tesón. Que tengan ilusión y desconozcan el desánimo, porque al margen de medallas y diplomas, en nuestro interior, en el suyo, estará siempre el principal de los reconocimientos. 

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