El final
del verano, como decía aquél famoso tema del Dúo Dinámico, resulta siempre
triste, melancólico, e incluso, en años como éste, trágico; y como en la
canción, este verano nunca podremos olvidarlo. Porque como viene ocurriendo con
casi todo lo que llevamos ya consumido de este siglo XXI, ha sido tremendamente
desgraciado: un cúmulo de tragedias naturales, de violencia y de atentados, de
sinsentidos y estupideces políticas, de locura.
No habrá habido con seguridad
grandes diferencias respecto a los hechos ocurridos durante la pasada
primavera, ni seguramente las habrá con lo que suceda durante el próximo otoño;
pero parece que en verano, la estación que siempre asociamos al desenfado, la
felicidad y el disfrute sin freno, cualquier tragedia que se produce es siempre
de mayor calado, de mayor efecto, mucho más impactante. Y es que mientras el
verano pasa solemos vivir –o eso creemos– en una burbuja ficticia, en un mundo
virtual y de placer ausente.
Este año, en que en la creación de
esa burbuja han colaborado ampliamente la Eurocopa de Fútbol y los Juegos
Olímpicos de Río, hemos visto desde gente enloquecida cazando
"pokemons" por las calles hasta playas llenas a rebosar y
chiringuitos que no daban a basto para servir a la excepcional riada de
clientes que iba llegando. Un verano pleno de rostros de una felicidad difusa,
estirando desesperadamente los días de relajo vacacional antes de volver a la
dura realidad del día a día, del duro y rutinario trabajo, del paro o de la
dificultad para llegar a fin de mes; de estar en algún caso al borde del
desahucio; de vivir con la amenaza y el continuo sobresalto por el inminente
atentado que antes o después se producirá sin duda en cualquier ciudad europea.
En política hemos vivido hace
semanas el fiasco que para los países de la Unión Europea ha sido el resultado
del referendum británico (Brexit), llevamos soportando durante meses el demencial discurso preelectoral del no menos demencial republicano Donald Trump, la locura
represiva de los presidentes Erdogan en Turquía y Maduro en Venezuela, la
actitud de un Rajoy, que ensoberbecido por la mejora de sus resultados
electorales de julio, ha creído definitivamente que es el necesario salvador de
la economía patria; y estamos inmersos en el hartazgo que supone ver el
monumental atasco del panorama político, no solo del español, sino también del
europeo y no digamos el mundial.
España sigue con un gobierno en
funciones y una perspectiva que nos acerca en el próximo futuro a unas terceras
elecciones, eso a pesar de los impulsos más o menos pretendidamente renovadores
del partido de Rivera, el único que tras las segundas elecciones se ha decidido
este verano a asumir la difícil tarea de generar consensos. El PSOE lo intentó
en la anterior ocasión, pero en ésta y con toda lógica, ha desistido y dejado a
los populares que fuesen ellos los que lo que se responsabilizaran y que en su caso se
tragasen la misma medicina que meses antes le hicieron tragar a él. Mientras,
los del PP siguen con su machacona tarantela sobre que la economía va bien e
incluso mejor de lo esperado, que nos han conseguido librar de la multa que Bruselas
estaba a punto de imponernos y que durante los próximos dos años tendremos un
magnífico crecimiento del PIB. Ya veremos si algo de todo eso sirve para sacar de la
miseria a tanto desposeído de bienes y trabajo como tenemos en España.
La naturaleza por su parte se ha
visto atacada y destruida por brutales incendios, siendo cada vez más evidente
que la mayoría son provocados por la mano asesina del hombre; ha ocurrido en
Madeira y California, en la isla de La Palma, en Galicia y Navarra, en parte
del área levantina. Y la naturaleza nos ha respondido con tremendos
cataclismos, como el ocurrido hace unos días en Italia, con tanta desolación y
muerte como ha traído a nuestros queridos vecinos.
Unas muertes además que en verano las
producen no solo los agentes naturales ajenos a la mano del hombre, sino
también la actitud de los propios seres humanos, con terribles accidentes
de tráfico asociados al alcohol y la inconsciencia, ahogamientos absurdos por lo insensato de su origen, con jóvenes atravesados
por pitones de morlacos en las fiestas bárbaras a que este país enfermo nos tiene
acostumbrados... O aún peor, por el hundimiento en alta mar de lanchas y pateras
en las que huyen de sus países quienes escapan de la guerra, de la hambruna y
la pobreza extrema, de todo aquello que les lleva, no teniendo nada que perder, a arriesgar sus vidas en una peligrosísima ruleta rusa del todo o
nada.
Los yihadistas por su parte se han
empeñado en matar de forma enloquecida, aterradora, en respuesta a la
enloquecida manera, también aterradora, en que los que no somos yihadistas,
agredimos –lo sepamos o no, con dólares o misiles– a sus gentes y a sus pueblos.
Niza ha sido el caso más brutal y más mediático de este verano, pero ha habido
muchos otros atentados, de mayor o menor escala, tanto en Europa como en EEUU y
sobre todo, en Oriente Medio, provocando centenares de muertos y de heridos y
una andanada de destrozos físicos y morales difícilmente reparable.
Solo la noticia de la firma de la paz entre las FARC y el gobierno de
Colombia permite alegrar mínimamente el final de estas vacaciones; noticia
que aún siendo tan esperanzadora para el continente americano, no resulta suficiente para inclinar en
positivo el balance de este trágico verano. De un verano que ha sido, en la mayor
parte de sus manifestaciones, un verano maldito.
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