sábado, 27 de agosto de 2016

El final del verano

El final del verano, como decía aquél famoso tema del Dúo Dinámico, resulta siempre triste, melancólico, e incluso, en años como éste, trágico; y como en la canción, este verano nunca podremos olvidarlo. Porque como viene ocurriendo con casi todo lo que llevamos ya consumido de este siglo XXI, ha sido tremendamente desgraciado: un cúmulo de tragedias naturales, de violencia y de atentados, de sinsentidos y estupideces políticas, de locura. 

       No habrá habido con seguridad grandes diferencias respecto a los hechos ocurridos durante la pasada primavera, ni seguramente las habrá con lo que suceda durante el próximo otoño; pero parece que en verano, la estación que siempre asociamos al desenfado, la felicidad y el disfrute sin freno, cualquier tragedia que se produce es siempre de mayor calado, de mayor efecto, mucho más impactante. Y es que mientras el verano pasa solemos vivir –o eso creemos– en una burbuja ficticia, en un mundo virtual y de placer ausente.

       Este año, en que en la creación de esa burbuja han colaborado ampliamente la Eurocopa de Fútbol y los Juegos Olímpicos de Río, hemos visto desde gente enloquecida cazando "pokemons" por las calles hasta playas llenas a rebosar y chiringuitos que no daban a basto para servir a la excepcional riada de clientes que iba llegando. Un verano pleno de rostros de una felicidad difusa, estirando desesperadamente los días de relajo vacacional antes de volver a la dura realidad del día a día, del duro y rutinario trabajo, del paro o de la dificultad para llegar a fin de mes; de estar en algún caso al borde del desahucio; de vivir con la amenaza y el continuo sobresalto por el inminente atentado que antes o después se producirá sin duda en cualquier ciudad europea.

       En política hemos vivido hace semanas el fiasco que para los países de la Unión Europea ha sido el resultado del referendum británico (Brexit), llevamos soportando durante meses el demencial discurso preelectoral del no menos demencial republicano Donald Trump, la locura represiva de los presidentes Erdogan en Turquía y Maduro en Venezuela, la actitud de un Rajoy, que ensoberbecido por la mejora de sus resultados electorales de julio, ha creído definitivamente que es el necesario salvador de la economía patria; y estamos inmersos en el hartazgo que supone ver el monumental atasco del panorama político, no solo del español, sino también del europeo y no digamos el mundial.

       España sigue con un gobierno en funciones y una perspectiva que nos acerca en el próximo futuro a unas terceras elecciones, eso a pesar de los impulsos más o menos pretendidamente renovadores del partido de Rivera, el único que tras las segundas elecciones se ha decidido este verano a asumir la difícil tarea de generar consensos. El PSOE lo intentó en la anterior ocasión, pero en ésta y con toda lógica, ha desistido y dejado a los populares que fuesen ellos los que lo que se responsabilizaran y que en su caso se tragasen la misma medicina que meses antes le hicieron tragar a él. Mientras, los del PP siguen con su machacona tarantela sobre que la economía va bien e incluso mejor de lo esperado, que nos han conseguido librar de la multa que Bruselas estaba a punto de imponernos y que durante los próximos dos años tendremos un magnífico crecimiento del PIB. Ya veremos si algo de todo eso sirve para sacar de la miseria a tanto desposeído de bienes y trabajo como tenemos en España.


        La naturaleza por su parte se ha visto atacada y destruida por brutales incendios, siendo cada vez más evidente que la mayoría son provocados por la mano asesina del hombre; ha ocurrido en Madeira y California, en la isla de La Palma, en Galicia y Navarra, en parte del área levantina. Y la naturaleza nos ha respondido con tremendos cataclismos, como el ocurrido hace unos días en Italia, con tanta desolación y muerte como ha traído a nuestros queridos vecinos.

       Unas muertes además que en verano las producen no solo los agentes naturales ajenos a la mano del hombre, sino también la actitud de los propios seres humanos, con terribles accidentes de tráfico asociados al alcohol y la inconsciencia, ahogamientos absurdos por lo insensato de su origen, con jóvenes atravesados por pitones de morlacos en las fiestas bárbaras a que este país enfermo nos tiene acostumbrados... O aún peor, por el hundimiento en alta mar de lanchas y pateras en las que huyen de sus países quienes escapan de la guerra, de la hambruna y la pobreza extrema, de todo aquello que les lleva, no teniendo nada que perder, a arriesgar sus vidas en una peligrosísima ruleta rusa del todo o nada. 


       Los yihadistas por su parte se han empeñado en matar de forma enloquecida, aterradora, en respuesta a la enloquecida manera, también aterradora, en que los que no somos yihadistas, agredimos –lo sepamos o no, con dólares o misiles– a sus gentes y a sus pueblos. Niza ha sido el caso más brutal y más mediático de este verano, pero ha habido muchos otros atentados, de mayor o menor escala, tanto en Europa como en EEUU y sobre todo, en Oriente Medio, provocando centenares de muertos y de heridos y una andanada de destrozos físicos y morales difícilmente reparable.

       Solo la noticia de la firma de la paz entre las FARC y el gobierno de Colombia  permite alegrar mínimamente el final de estas vacaciones; noticia que aún siendo tan esperanzadora para el continente americano, no resulta suficiente para inclinar en positivo el balance de este trágico verano. De un verano que ha sido, en la mayor parte de sus manifestaciones, un verano maldito.  

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