Entro en
mi tercer día de viaje por Cantabria para dirigirme nuevamente hacia la costa,
esta vez al este de Santander, en torno a la población de Isla, pequeña pero
con una monumental iglesia dedicada a San Julián y Santa Basilisa. Cerca se
encuentra la playa de las Arenas, en la desembocadura de la ría de Ajo, así
como los acantilados del Ecoparque de Arnuero, que recorro casi en su
totalidad. Disfruto de una buena ración de moras durante el camino y alcanzo
con gran esfuerzo el alto de Corporales, donde se encuentra un mirador sobre la
Punta de Nueva Colina. Desde allí se divisa Isla, se intuye Noja y sus playas y
se aprecian en toda su grandeza los acantilados por los que el camino ha ido
discurriendo.
De vuelta a la playa de las Arenas
tengo ocasión de degustar un plato de las típicas rabas cántabras –excesivo,
como todo por allí– y un extraordinario pescado para mí desconocido, el sargo.
De aspecto muy similar a la dorada, se trata de un pez voraz de aguas poco
profundas que se alimenta principalmente de moluscos, camarones, cangrejos y percebes.
Así sabe, porque en este caso y sin dudarlo, el dicho "de lo que se come
se cría", puede perfectamente transformarse en "dime lo que comes y
sabré a lo que sabes".
Me dirijo después al oeste, a pocos
kilómetros de la ciudad de Santander, a fin de visitar la playa del Parque
Natural de las Dunas de Liencres. Se trata de una hermosa playa llena ese día
de bañistas en secano, porque la bandera roja y la fortaleza de las olas así lo
aconsejaban. Observo que una zona algo alejada de la parte más concurrida de la
playa debe estar declarada como nudista, pues había algún que otro ejemplar
humano –muy curiosamente, solamente masculino– que medio escondido y de forma
algo taimada, mostraba al resto de los mortales sus encantos.
El día siguiente lo dedico a viajar
al interior y me dirijo hacia el Parque Natural de los ríos Saja y Besaya.
Visito los pequeños pueblos de Bárcena la Mayor, Carmona y Lafuente, para
después, tras atravesar el Desfiladero de la Hermida, dirigirme a Potes y Santo
Toribio de Liébana. Los dos primeros pueblos son primorosos, con sólidas
casonas bellamente adornadas de flores y mazorcas que cuelgan de sus
balconadas. Lafuente es lugar de paso del denominado Camino Lebaniego y allí me
encuentro por sorpresa otro bello ejemplar más del románico cántabro, la pequeña iglesia de
Santa Juliana.
Llegado a Potes, en plena comarca de
la Liébana, tomo, en el restaurante "El Refugio", mi primer cocido
lebaniego del viaje, magnífico, espléndido
y sorprendentemente barato. Paseo por Potes para bajar la opípara comida
y algo más tarde, ya desde Santo Toribio, me acerco a visitar una de las
ermitas que rodean el lugar, la de Santa Catalina, que aunque parcialmente
derruida, conserva una bellísima espadaña muy bien enfocada hacia la población
de Potes. Sigo luego mi trayecto para recordar
personas y tiempos ya lejanos cuando paso por Cosgaya y me detengo a pasear
brevemente por las cercanías del Hotel del Oso, decidiendo, aún a riesgo de
explotar, volver al día siguiente a tomar otro cocido. Finalmente me dirijo a
los pies de los Picos de Europa, hacia Espinama, donde haré noche.
Todo el recorrido ha sido un
derroche de abundancia vegetal, un vergel abrumador pleno de vida y de verdor
y un asombroso ejemplo de lo que el ser humano ha sido capaz de construir día a
día, piedra a piedra, generación tras generación, para llegar a alcanzar lugares
tan en principio inaccesibles, para dominar una naturaleza tan indómita, para
sobrevivir en y de ella.
El día siguiente será aún
más concluyente en cuanto a comprobar la gran capacidad humana para llegar a lo más
alto, pues me espera, en lo alto de Fuente Dé, la estación de El Cable, el
extremo superior del teleférico. Arranca el día con nubes y tengo serias dudas sobre
si podré alcanzar el objetivo que me he fijado: llegar hasta los Horcados
Rojos, un paraje situado, en continuo ascenso, a unos cinco kilómetros de El
Cable. Sin embargo, al llegar arriba la nubosidad se torna luz y un hermoso y
luminoso día me acompaña durante gran parte del camino.
Un camino muy duro en ocasiones, de
piedra suelta y gran pendiente, que realizo en parte durante la ida charlando
con una médico neozelandesa que me encuentro en el sendero y que resulta ser
una enamorada total de nuestro país: aprendió español años atrás en Málaga,
proyecta volver para mejorarlo el año próximo en Sevilla y viene ahora de
acabar de recorrer el Camino Norte de Santiago, desde Irún a Santander. Toda
una proeza que me asombra.
La vuelta, más dura si cabe que la
ida por culpa de las rocas sueltas, me ofrece vistas espectaculares de esta parte de
los Picos de Europa, con agujas y grandes farallones escondidos en ocasiones
por la niebla y a ratos, si les ilumina el sol de pleno, esbeltos y
fulgurantes. Aún quedan neveros salpicando las montañas y en el camino que
recorro un pequeño lago recuerda al caminante que en invierno, con más agua y nieve,
alcanzan a ser cuatro los denominados Lagos de Lloroza.
Cojo el teleférico para bajar a
Fuente Dé y nuevamente me acerco hasta Cosgaya, para no dejar pasar la ocasión
de un segundo cocido lebaniego (que aunque exquisito, no alcanza ni de lejos en
sabor al del día anterior en Potes y "El Refugio"). Después, y de
vuelta en Espinama, unas cuantas compras de productos propios de la tierra
–queso de Pido y de Tresviso, mantequilla, miel de brezo, verdaderos sobaos
pasiegos, anchoas de Santoña, algo de sidra– y al cabo, preparar ya la mochila
para al día siguiente volver de nuevo a casa. Un hermoso viaje y unas bellas
imágenes que guardar para siempre en la memoria.
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