martes, 23 de agosto de 2016

Arnuero, Potes, Horcados Rojos


Entro en mi tercer día de viaje por Cantabria para dirigirme nuevamente hacia la costa, esta vez al este de Santander, en torno a la población de Isla, pequeña pero con una monumental iglesia dedicada a San Julián y Santa Basilisa. Cerca se encuentra la playa de las Arenas, en la desembocadura de la ría de Ajo, así como los acantilados del Ecoparque de Arnuero, que recorro casi en su totalidad. Disfruto de una buena ración de moras durante el camino y alcanzo con gran esfuerzo el alto de Corporales, donde se encuentra un mirador sobre la Punta de Nueva Colina. Desde allí se divisa Isla, se intuye Noja y sus playas y se aprecian en toda su grandeza los acantilados por los que el camino ha ido discurriendo. 

       De vuelta a la playa de las Arenas tengo ocasión de degustar un plato de las típicas rabas cántabras –excesivo, como todo por allí– y un extraordinario pescado para mí desconocido, el sargo. De aspecto muy similar a la dorada, se trata de un pez voraz de aguas poco profundas que se alimenta principalmente de moluscos, camarones, cangrejos y percebes. Así sabe, porque en este caso y sin dudarlo, el dicho "de lo que se come se cría", puede perfectamente transformarse en "dime lo que comes y sabré a lo que sabes". 

       Me dirijo después al oeste, a pocos kilómetros de la ciudad de Santander, a fin de visitar la playa del Parque Natural de las Dunas de Liencres. Se trata de una hermosa playa llena ese día de bañistas en secano, porque la bandera roja y la fortaleza de las olas así lo aconsejaban. Observo que una zona algo alejada de la parte más concurrida de la playa debe estar declarada como nudista, pues había algún que otro ejemplar humano –muy curiosamente, solamente masculino– que medio escondido y de forma algo taimada, mostraba al resto de los mortales sus encantos.

      El día siguiente lo dedico a viajar al interior y me dirijo hacia el Parque Natural de los ríos Saja y Besaya. Visito los pequeños pueblos de Bárcena la Mayor, Carmona y Lafuente, para después, tras atravesar el Desfiladero de la Hermida, dirigirme a Potes y Santo Toribio de Liébana. Los dos primeros pueblos son primorosos, con sólidas casonas bellamente adornadas de flores y mazorcas que cuelgan de sus balconadas. Lafuente es lugar de paso del denominado Camino Lebaniego y allí me encuentro por sorpresa otro bello ejemplar más del  románico cántabro, la pequeña iglesia de Santa Juliana.

       Llegado a Potes, en plena comarca de la Liébana, tomo, en el restaurante "El Refugio", mi primer cocido lebaniego del viaje, magnífico, espléndido  y sorprendentemente barato. Paseo por Potes para bajar la opípara comida y algo más tarde, ya desde Santo Toribio, me acerco a visitar una de las ermitas que rodean el lugar, la de Santa Catalina, que aunque parcialmente derruida, conserva una bellísima espadaña muy bien enfocada hacia la población de Potes. Sigo luego mi trayecto para recordar personas y tiempos ya lejanos cuando paso por Cosgaya y me detengo a pasear brevemente por las cercanías del Hotel del Oso, decidiendo, aún a riesgo de explotar, volver al día siguiente a tomar otro cocido. Finalmente me dirijo a los pies de los Picos de Europa, hacia Espinama,  donde haré noche.

     Todo el recorrido ha sido un derroche de abundancia vegetal, un vergel abrumador pleno de vida y de verdor y un asombroso ejemplo de lo que el ser humano ha sido capaz de construir día a día, piedra a piedra, generación tras generación, para llegar a alcanzar lugares tan en principio inaccesibles, para dominar una naturaleza tan indómita, para sobrevivir en y de ella.

     
        El día siguiente será aún más concluyente en cuanto a comprobar la gran capacidad humana para llegar a lo más alto, pues me espera, en lo alto de Fuente Dé, la estación de El Cable, el extremo superior del teleférico. Arranca el día con nubes y tengo serias dudas sobre si podré alcanzar el objetivo que me he fijado: llegar hasta los Horcados Rojos, un paraje situado, en continuo ascenso, a unos cinco kilómetros de El Cable. Sin embargo, al llegar arriba la nubosidad se torna luz y un hermoso y luminoso día me acompaña durante gran parte del camino.

       Un camino muy duro en ocasiones, de piedra suelta y gran pendiente, que realizo en parte durante la ida charlando con una médico neozelandesa que me encuentro en el sendero y que resulta ser una enamorada total de nuestro país: aprendió español años atrás en Málaga, proyecta volver para mejorarlo el año próximo en Sevilla y viene ahora de acabar de recorrer el Camino Norte de Santiago, desde Irún a Santander. Toda una proeza que me asombra.

      La vuelta, más dura si cabe que la ida por culpa de las rocas sueltas, me  ofrece vistas espectaculares de esta parte de los Picos de Europa, con agujas y grandes farallones escondidos en ocasiones por la niebla y a ratos, si les ilumina el sol de pleno, esbeltos y fulgurantes. Aún quedan neveros salpicando las montañas y en el camino que recorro un pequeño lago recuerda al caminante que en invierno, con más agua y nieve, alcanzan a ser cuatro los denominados Lagos de Lloroza.


      Cojo el teleférico para bajar a Fuente Dé y nuevamente me acerco hasta Cosgaya, para no dejar pasar la ocasión de un segundo cocido lebaniego (que aunque exquisito, no alcanza ni de lejos en sabor al del día anterior en Potes y "El Refugio"). Después, y de vuelta en Espinama, unas cuantas compras de productos propios de la tierra –queso de Pido y de Tresviso, mantequilla, miel de brezo, verdaderos sobaos pasiegos, anchoas de Santoña, algo de sidra– y al cabo, preparar ya la mochila para al día siguiente volver de nuevo a casa. Un hermoso viaje y unas bellas imágenes que guardar para siempre en la memoria.

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