jueves, 15 de julio de 2010

Venecia - Julio 2010

Hay que pasear por Venecia al ponerse el sol, cuando los turistas que abarrotan la ciudad durante la mayor parte del día  retornan a sus alojamientos y recalan fuera de los límites de la ciudad.

      A esa hora resurge la Venecia real, la que está pintada del color que nuestro subconsciente recrea a partir de la soledad y el misterio que destilan sus canales; la que surge de la magia que en ese último recodo del día, parece querer exhalar la ciudad para liberarse de tanta aglomeración, de tanto arte derramado desde sus palacios e iglesias, de tanta historia acumulada en sus canales, de tanta admiración y sorpresa, de tanta humanidad ávida de reclamos y recuerdos.

       Venecia es, a la hora del crepúsculo, una mujer cansada de mostrarse en público, de exponer sin recato sus encantos a unos espectadores que la aplauden sin cesar, que la desean y admiran y a los que ella quiere agradar con esmero, pero de los que al cabo del día queda harta, exhausta.

       Es la hora en que sus calles se convierten en un enigma, en que el paseo realizado de mañana, duro y agotador por el inclemente sol del verano, desafiante siempre ante la extrema dificultad de hallar el monumento ansiado a través del laberíntico encaje de calles y canales, ese mismo paseo digo, se transforma en un sueño, en un mágico deambular sin rumbo ni destino, un desvarío que nunca se quisiera dar por terminado.

      Tiene Venecia a esa hora un encanto que atrapa, pero tiene también un aura de misterio que acobarda, que se manifiesta como la constante e inquietante percepción de un riesgo oculto, de un peligro permanente que podría aflorar de sus aguas; esas aguas que bien podrían descontrolarse y anegarlo todo y que nos recuerdan aquellas pestes tan antiguas que cercenaron la opulencia de la ciudad.

       Uno siente a su alrededor la turbación por la certeza de que tras los muros de sus palacios y bajo las aguas de sus canales acechan ocultos remotos crímenes jamás resueltos, reflejos de oscuras pasiones desatadas, de confabulaciones políticas, universos apenas sospechados de lo oculto, de lo esotérico, de lo maldito.

       Hay que pasear al anochecer por Venecia y perderse y encontrarse de nuevo a orillas del Gran Canal, junto a la escalinata de la Salute, para sentir el impulso inquietante de lo fantasmal, de la grandiosidad de unas aguas que se hacen mar en la laguna y casi acequia en sus canales menores, para asombrarse ante tanto despliegue de sinrazón, para vibrar con el sentimiento secreto y profundo de lo irrepetible.

       Y hay que volver, y desandar lo andado para aparecer sin saber cómo ni por dónde en alguna de las plazas que destilan el aroma vecinal de sus barriadas. Donde un pozo centenario ya arruinado, una ropa tendida, un frágil emparrado, un mínimo bar o una hermosa trattoria nos muestran una Venecia que es también vida cotidiana, animación, olores y sabores en el ir y venir diario de sus gentes.

      Es Venecia una ciudad para todas las épocas. Pero el contraste que vive en verano entre sus ruidosas y cálidas mañanas, su turismo invasor y la desmesura de sus galas por un lado y los enigmáticos atardeceres, su cerrada intimidad y su letargo por el otro, hacen que sea esta época, si no la mejor -porque todo es mejor en Venecia-, en la que con más placer se disfruta esta ciudad del Adriático que es sin duda la más adorable, sorprendente, íntima e imprescindible de cuantas el hombre ha construido y que todavía hoy podemos, en su ocaso y para nuestro deleite, visitar.

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