Son ya siete los meses que
llevamos aguantando los españoles una situación institucionalmente precaria, en
la que nuestros representantes políticos no consiguen ponerse de acuerdo para formar
gobierno. Nadie
les ha votado para que discutan y se enfrenten entre ellos ni para que traten
de encumbrar a sus partidos –sus empresas– a costa nuestra, ni para que ellos
mismos consigan un empleo público que quizás de otro modo nunca llegarían por
sí mismos a tener.
Nadie
les ha votado para que se enriquezcan, para que una vez finalizada su vida en
la política se aprovechen del mecanismo conocido como "puertas
giratorias" para alcanzar puestos de responsabilidad en grandes empresas,
ni para que organicen cajas B o tengan la desvergüenza de abrirse cuentas en
Suiza con los dineros de las mordidas que consigan; ni les hemos elegido para
que se conviertan en divos que vayan por el mundo despreciando a sus
empleadores y haciendo gala de una soberbia que les invalida para cualquier
función pública que se precie.
Y
menos aún para que generen entre los ciudadanos problemas inexistentes; ni para
que despierten otros que están durmientes pero que como en el caso de los
nacionalismos no necesitan más allá de una llamita para provocar grandes
incendios. Pero ahí están, haciendo justo lo contrario de lo que deberían
hacer.
Hicieron
en campaña promesas electorales que saben incumplibles. Hablan de presupuestos,
de déficit y deuda, de impuestos, como si no supiéramos todos que nada de lo
que dicen podrá cumplirse, porque ahí está agazapado el tío Paco con la rebaja
(la Unión Europea, la Troika). Unos hablaron de progresismo como si solo ellos
fueran capaces de conseguir establecer mejoras sociales, como si los demás
fueran gentes ancladas en la Edad de Piedra, incapaces de hacer avanzar –aunque
sea lentamente y a trompicones– a la sociedad. Otros de conservar la vida, como
si por defender el aborto según un sistema de plazos, el partido o el político
que lo haga fuera un ser despreciable, carente de humanidad y de moral.
Pero,
¿qué se han creído que son toda esta sarta de personajes que, votando, nos
hemos dado a nosotros mismos –parece sin duda que equivocadamente– para
representarnos? Pablo Iglesias tiende y abre manos como si fuese un mesías que
estuviese limpio de toda culpa, ofreciendo vicepresidencias que no posee; Pedro
Sánchez, mientras se debate entre el ser y no ser dentro de su partido, nos
explica que "no, es no" y les dice a los populares que "qué
parte del no, no han entendido"; Mariano Rajoy dormita y cuando despierta
es para decirnos con toda esa pomposidad estúpida con la que habla –para
cagarla, ¡España está llena de españoles!–
que lo mismo, si no consigue apoyos, se
echa atrás en la aceptación que ha dado al rey para intentar la investidura. Albert
Rivera pacta con unos y otros despistando a los ciudadanos sobre los criterios
con que unas veces hace una cosa y otras la contraria... Alberto Garzón resulta
patético cada vez que hace el ridículo más lamentable al referirse al rey
Felipe VI en sus ruedas de prensa como el "ciudadano Felipe"... ¿Es
tonto o qué le pasa? ¡Me llamaría a mí acaso el ciudadano Alfonso cada vez que
me viera? Es que ni le miraría. Y para acabar, solo nos faltaba resucitar al
"califa", al dios Julio Anguita, que desde su trono nos mira
condescendiente porque sólo él parece estar en posesión de la verdad. Y digo que para
acabar, porque prefiero no entrar a calificar a la sarta de inútiles
descerebrados que están tratando a marchas forzadas de cargarse un país, para
reducirlo a mini-Estados de chicha y nabo en los que la mitad de la población
quede sojuzgada y empequeñecida ante las soflamas y la extorsión de los nacionalistas.
¿No
tenemos en este país gentes normales, humildes, sencillas, pero inteligentes y
trabajadoras, dispuestas a hacer algo útil por sus conciudadanos? ¡Por favor,
Gabilondos, Borrells, Rubalcabas, Fuentes Quintanas, Garrigues... salid los que aún estéis ahí de vuestros escondites, y haced algo para que este país no
se vaya –como temo– definitivamente al garete!
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