Consigo hoy
entrada para visitar la exposición que ha organizado el Museo del Prado al
cumplirse el quinto centenario de la muerte del pintor flamenco "El
Bosco" (1450-1516). Y lo hago tras soportar al sol ante la fachada del
museo, una dura hora de cola, y rodeado de guiris de todo tipo, los más
cercanos, italianos, franceses y puede que polacos.
Es la una de la tarde cuando
salgo de taquillas con mi entrada y tengo tres horas y media de espera por
delante, ya que el acceso está controlado y no podré entrar a la exposición
hasta las 16,30h. Así que me armo de paciencia, me olvido del calor y sorteando
las zonas de sol y protegiéndome en las sombras, me decido a ir a comer a un
restaurante italiano del que tengo las mejores referencias. Recorro los paseos
del Prado y Recoletos, las calles de Bárbara de Braganza, Fernando VI y
Argensola; llego a Sagasta y desemboco finalmente en Luchana y Trafalgar. Mas
cuando alcanzo el restaurante y veo los cierres echados y un cartel que anuncia
vacaciones, caigo en la cuenta: ¡estamos en agosto!
Vuelta atrás y a comenzar de
nuevo la búsqueda de un buen lugar donde reponer fuerzas. No tardo en
encontrarlo: la taberna de "la Ardosa", donde bien sé que la cerveza,
checa, y la tortilla, suelta y de patatas y cebolla, son excepcionales. Tras
ese primer tiento, el segundo será un gran helado de limón y stracciatella que
compro en la heladería Palazzo tras darme antes otro buen paseo hasta la Puerta
del Sol; y para acabar, un café y el bollo más típico de La Mallorquina: una
napolitana de crema.
Una vez repuestas fuerzas me
encamino de nuevo hacia el museo, asistiendo estupefacto a una persecución
enloquecida a lo largo de la Carrera de San Jerónimo de doce jóvenes negros
que, cargados con sus petates llenos del material que tratan de malvender para
vivir, huyen de un par de policías de paisano que intentan por su parte evitar
que lo hagan en plena zona turística. Un serio problema que aunque todos
sabemos que afecta negativamente a los vendedores de la zona, produce
indignación y pena.
Llego al museo y aprovecho el
tiempo que aún me sobra para acercarme a ver algunas de las obras para mí más
interesantes del mismo, las que no suelo dejar de visitar siempre que voy a una
exposición: "El Descendimiento" de Rogier van der Weyden (1399-1464),
"La Anunciación" de Fray Angélico (1400-1455), "Descanso en la
huida a Egipto" de Joachim Patinir (1480-1524), los retratos del organista
y compositor Félix Máximo López y del pintor Francisco de Goya, de Vicente
López (1772-1850) y los cuadros de carácter historicista de los pintores
españoles José Casado del Alisal (1832-1886, "La Rendición de
Bailén"), Eduardo Rosales (1836-1873, "Isabel la Católica dictando su
testamento"), José Madrazo (1781-1859, "Muerte de Viriato"),
Antonio Gisbert (1834-1901, "Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en
las playas de Málaga") y Francisco Pradilla (1848-1921, "Doña Juana
la Loca"). Naturalmente, no mencionar a los sublimes Goya y Velázquez
sería un mortal pecado, pero para una visita corta, de poco más de diez minutos,
prefiero dedicárselos a esos pintores, digamos que menores (ahí va otro gran
pecado).
La exposición está montada con
exquisito gusto, midiendo muy bien los espacios y acomodándolos para mostrar
los grandes trípticos de EL Bosco, de modo que pueda disfrutarse al completo de
la visión de las pinturas de las tablas, tanto estando abiertas (que es como
están realmente) como cerradas, ayudándose para ello cuando es preciso, de
fotografías. La temática es en toda la obra de El Bosco y sus discípulos muy
similar; básicamente se tratan dos temas: escenas de tres santos, a saber, San
Antonio Abad, San Cristóbal y San Jerónimo; y la visión en tríptico de la
Creación (con el Paraíso Terrenal, la tentación de Eva y la caída y expulsión
del Paraíso), el mundo (con toda clase de pecados, especialmente la lujuria) y
el Infierno. Sin embargo, más que la temática, lo excepcional de su obra es la
originalísima forma de representar los personajes, tan extraños, deformes y
complejos que, dándole la vuelta al tiempo, recuerdan a los de carácter
dadaísta o surrealista de pintores surgidos en los comienzos del siglo XX como
el rumano Tristan Tzara, el español Salvador Dalí, el alemán Max Ernst o el
belga René Magritte.
Las figuras que aparecen en sus obras tienen una fuerte expresividad y son tan abigarradas, que no hay prácticamente un espacio que no contenga una serie de seres infernales o un grupo de humanos pecando. Y todo sobre paisajes complejísimos, con extrañas fuentes, animales exóticos y fantásticos, lagos y una vegetación exuberante.
De entre todas las obras
expuestas, la que más expectación suscita es sin duda "El Jardín de las
delicias", obra que fue adquirida en 1593 por el rey Felipe II y de la que
siempre podemos disfrutar en el museo del Prado. El tríptico contiene en su
panel izquierdo una imagen del Paraíso, con Adán y Eva a los lados de Cristo,
el Árbol de la Vida y el Árbol de la Ciencia; en el panel central el abandono a
los placeres carnales ocupa prácticamente todo el lienzo, una forma simbólica
de expresar la pérdida de la gracia divina tras la expulsión del Paraíso y la
caída del hombre en el pecado; en el panel derecho aparecen, en un escenario
apocalíptico, los condenados sufriendo en las penas del Infierno. Si se cierra
el tríptico, lo que se observa es una grisalla con la superficie terrestre
encerrada en una esfera transparente y oscura, con tan solo rocas y vegetales y
sin hombre ni animal alguno, motivo por el que se considera que representa el
tercer día de la Creación.
Todo
un mundo de simbología plagado de personajes que resultaron precursores de
algunos de los movimientos artísticos que cuatro siglos más tarde surgirían con
fuerza en Occidente.
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